Porque lo público es diverso, como lo es la ciudadanía

En el punto de mira: garantizar los derechos y la dignidad de las personas inmigrantes

Imagen de una concertina

Por Milagros Ruiz-Roso Martín Moyano

La emoción que provoca sumergir el papel fotográfico en la cubeta y ver cómo mágicamente aparecen las imágenes que captó la cámara, es un privilegio. Ver cómo ese instante queda fijado para siempre, en un acto tan bello como mágico a la vez, es inexplicable. Esas tardes como ayudante improvisada de mi hermana tuvieron la culpa de mi admiración por aquel extraño arte porque, desde entonces, no he dejado de asombrarme con la fotografía en todas sus modalidades: en pequeño o gran formato, retratos, costumbrismo, paisajes de una belleza insoportable, éxodos humanos provocados por hambrunas o conflictos bélicos en los lugares más diversos del mundo.

Gracias a la mirada de quien tomó la foto he celebrado victorias, me han besado apasionadamente, he caído herida en un cerro y jugado en calles polvorientas, he asistido a bodas, funerales y olido el sudor de los trabajadores de las minas, he sido refugiada y todas las mujeres, hombres y niños que me miraban. Y nunca, jamás, he salido indemne.

Robert Capa (1), dijo que “Si una foto no es suficientemente buena es porque no estabas suficientemente cerca”, y, en mi modesta opinión, tenía toda la razón. Lo que no sabía el señor Capa es que su frase se convertiría en el principio de acción y bandera de todo fotoperiodista que, desde entonces, buscan la primera posición, la más cercana y humana para mostrarnos lo que pasa delante de nuestras narices y que el relato no cuenta.

Es un principio básico de los estados democráticos, la libertad de prensa, poder contar la verdad y mostrarla, aunque el resultado no sea muy popular en términos políticos. Por ello, me sacudió especialmente la denuncia de los fotoperiodistas sobre el apagón informativo ordenado por el Ministerio del Interior en la frontera sur europea, es decir, en nuestras costas.

La reactivación de la ruta migratoria canaria ha provocado la llegada a las costas del archipiélago de casi diez mil personas que, arriesgando sus vidas en la ruta más peligrosa del mundo, luchan por encontrar una salida a su existencia. La llegada de miles de personas a la costa grancanaria es una noticia que merece atención. Sin embargo, el Ministerio del Interior ordenó que la prensa no podía estar a menos de 150 metros de los muelles en los que desembarcan las personas, impidiendo así, que televisiones, medios gráficos y prensa en general pudieran mirar a la cara y hablar con aquellas mujeres, criaturas y hombres. El objetivo es obvio; lo que no se ve, no existe. Esa es la verdad.

«Fotografiar la inmigración de cerca permite mostrar personas y no nos están dejando en Arguineguín«, estas son declaraciones realizadas por Javier Bauluz, premio Pulitzer de fotoperiodismo, a la cadena radiofónica “La Ser” el pasado 21 de octubre.

Las palabras de Bauluz ponen de manifiesto que no sólo está en juego la libertad de prensa, sino la perversión y deshumanización del mensaje que se traslada. Afirma con gran acierto que “fotografiar a distancia puntos o masas informes en las que no se reconoce a seres humanos es lo que sirve como caldo de cultivo para la ultraderecha y determinados mensajes xenófobos. Esas imágenes son las que usó la tendencia del miedo en Reino Unido para fomentar el triunfo del Brexit, por ejemplo, uniéndola al mensaje de «nos invaden«. Si no vemos a las personas, si no miramos a sus ojos y nos convertimos en el náufrago, en la madre que ha perdido a su hijo ahogado, en quien huye de una guerra en la que no se le ha perdido nada o, simplemente, en quien persigue un sueño, esas siluetas imprecisas, lejanas, no serán humanas y por lo tanto no importarán. Serán parte de una masa, de una oleada que los partidos xenófobos transformarán, interesadamente, en peligrosos delincuentes roba trabajos y generadores de inseguridad.

Desde que escuché esta entrevista no he dejado de leer sobre Arguineguín y las denuncias sobre lo que allí sucede, confesando que sorprende el consenso en las manifestaciones realizadas por medios gráficos, organizaciones como Cruz Roja o Human Rights Watch, o incluso instituciones como el Defensor del Pueblo o el propio Colegio de Abogados, respecto a la ausencia de garantías de los derechos básicos y el respeto a la dignidad de las personas rescatadas de morir ahogadas.

La realidad es obstinada y muestra cómo, en estos momentos, se están vulnerando derechos referidos a la asistencia jurídica o la información sobre el derecho al asilo. Se está superando con creces el plazo de 72 horas establecido en nuestra legislación para realizar los trámites iniciales de filiación, informar y procurar asistencia legal, que incluye la presencia de una persona que traduzca los términos de entrada a nuestro país y de solicitud de asilo, evitándose así, la indefensión en un entorno desconocido.

Pero si la deshumanización de las personas migrantes o la vulneración de sus derechos fundamentales no fuera suficiente, tenemos que unir a esto la práctica de separar a las criaturas de sus madres al llegar a nuestro país, bajo la premisa de determinar la verdadera filiación entre ambos para evitar el tráfico de menores. Este inhumano procedimiento parte de la sospecha preventiva de que quien dice ser su madre no lo es, así que, para refutar esta hipótesis se separa a las criaturas que llegan con sus madres, que viajan solas, hasta que las pruebas de ADN confirmen su relación biológica. ¿Es posible imaginar algo más desolador para una criatura que verse separada de su madre? ¿Es necesario someter a esta devastadora experiencia a las criaturas y a sus progenitores?

Esta práctica atenta contra de la Ley del Menor, las convenciones internacionales, contra la Humanidad y el respeto que se merece todo ser humano y, aun así, está ocurriendo aquí y ahora. Gracias a la denuncia de Javier Bauluz se ha conseguido poner el foco sobre estas prácticas de racismo institucional o de racismo “democrático” el cual, como señalan D. Buraschi y M.J Aguilar Idáñez, se expresa, principalmente, a través de “la indiferencia hacia la violación de los derechos de las personas inmigrantes o pertenecientes a grupos racializados (2)”.

Es racismo, aunque no nos guste reconocerlo lo es con todas sus letras, porque lo que se está decidiendo con cada persona que llega es determinar si es merecedora y digna de tener derechos, reconocérselos y permitir que los ejerza o bien de negárselos. Si aceptamos como válido este atropello de los derechos humanos y permanecemos impasibles ante ello porque “a nosotros no nos toca”, me atrevo a afirmar que tenemos un problema como sociedad.

La emergencia humanitaria debe ser atendida con todas las garantías tanto para quienes llegan, como para los Estados de acogida. Por esto, no podemos admitir que se toleren estas prácticas porque si miramos para otro lado, si no tomamos partido estaremos validando que es aceptable no reconocer derechos en función de quién seas, de dónde vengas o cómo hayas cruzado una frontera y tal vez, mañana, serás tú quien se vea privado de los mismos.

(1) Endre Ernő Friedmann y Gerda Taro, trabajaron como fotoperiodistas bajo el seudónimo de Robert Capa que, tras la muerte de Taro en la Contienda española, fue utilizado por Friedman firmando con este nombre sus trabajos.
(2) D. Buraschi y M.J Aguilar Idáñez (2019): Racismo y antirracismo. Comprender para transformar, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, p. 81.